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 El mago Pancracio 

Al mago Pancracio todos los trucos le salían al revés.

Si decía: “Abracadabra, pata de cabra..”, en lugar de un conejo, sacaba de la galera dos huevos fritos. Si decía: “Zim zalabín…”, en lugar de desaparecer, transformaba a alguien del público en elefante. 

Cuando usaba la varita mágica, era un peligro. Ya les había despeinado la melena a los leones y había convertido las bochas del malabarista en cocodrilos y la cuerda del equilibrista, en una soga para tender la ropa. 

Y eso que Pancracio se esmeraba, y cada noche, leía y releía el Libro de magia que se había comprado. También practicaba para no equivocarse. Pero cada vez que practicaba, todos salían corriendo porque Pancracio era capaz de cualquier cosa. 

Sus compañeros del circo estaban hartos y Pancracio, preocupado, decidió ir al médico.

En el consultorio, le explicó al doctor que todos los trucos le salían mal e hizo una demostración. 

Fue cuando transformó la camilla en una bañera en la que nadaba un pulpo y dos peces de colores. El doctor le miró la garganta, le hizo sacar la lengua, le tomó el pulso y le escuchó los latidos del corazón. Todo estaba perfecto (excepto el termómetro, porque en un descuido, Pancracio se lo había convertido en lombriz). 

Después de revisarlo de arriba abajo y de abajo arriba, sin encontrar nada, el médico le pidió a Pancracio que leyera las letras de un cartel que había en la pared. 

Y ahí descubrió el problema: Pancracio transformaba las B en D, las H en N, las F en P y las X en W. Pero no lo hacía por arte de magia, sino porque NO VEÍA NADA. 

El médico le recetó anteojos y ahora a Pancracio los trucos le salen requetebién. 

Algunas veces, todavía saca de la galera huevos fritos en lugar de un conejo, cuando tiene hambre, para comerlos con milanesa y papas.